martes, 2 de junio de 2015

TRES HOMBRES VENDIDOS

Tres hombres vendidos y otros trescientos que vinieran. Tres eran tres y ninguno era bueno, como en aquel poema popular se decía de las hijas de Elena. Ni el avezado Encabo, ni el sereno, experto y valiente Robleño, tampoco el tesonero Aguilar, ninguno valía para los hondos toros de Cuadri. Sin embargo, los toros le tenían que servir a los toreros. Ese era el empeño de la afición que acudió, esta vez sí, al reclamo del hierro de la H tendida. Que el toro se paraba, la culpa era del torero. Que el toro arramplaba con todo, culpa del torero. Que salía con la cara natural, el torero. Ningún torero aprobó, si acaso Robleño, que gastó valor y conocimientos a raudales para saludar una ovación. Los toros, sin embargo, casi se llevan el notable, a tenor de las ovaciones otorgadas, aunque se pararan, aunque no humillaran, aunque se defendieran poderosos, aunque ninguno llegara empujando a mitad de la faena.

El primer hombre vendido fue Encabo, a sus cuarentaytantos, con sus canas, con lo que ha pasado y visto, con lo que ha lidiado y despechado… Su primero nació en Huelva pero pudo nacer en Guisando y ser de piedra. Embistió fuerte al capote, se quedó fijo en el peto, esperó en banderillas y ni se movió en la muleta, pero el que quedó bajo sospecha fue Luis Miguel.

En el otro, en el serísimo, hondo, badanudo y regordío cuarto, el suspenso le cayó a plomo porque esta vez el toro se movió. Se movió tras derribar sin que le pusieran la vara y tras volverse a encontrar con el caballo en un visto y no visto. Vamos, que el toraco se fue sin castigo. Y en banderillas le dio tiempo a pensar, a vigilar, a cortar, a recortar, a leer la enciclopedia Larousse y repasarla por completo mientras el bravo banderillero Ángel Otero se juagaba la cornada en tres pasadas por el derecho para colocar un buen par, el primero, cuando el toro todavía no había estudiado. Encabo se puso en la distancia de arranque, más bien cerca, con su muleta por delante tapando cara y el toraco acometía con todo a la vez, con los pechos, con las manos, la testuz, con todo, en el medio metro de acometida, pues ni había inercia ni empuje. Era una acometida poderosa que al llegar al embroque frenaba con el cuarto de atrás para volver a acometer con el de adelante. Todo era poder, nada era entrega. Encabo lo intentó por desgaste, amontonando pases, poniéndola allí, allí, para que se diera. Pero no se daba. El público se enamoró del toraco hasta vender al torero.

Lo de Robleño fue mucho más duro, más cruel. Ni siquiera le pitaron, pero nadie premió su forma de llegarle, su aplomo, su conocimiento, su pasar hasta allí. El segundo de la tarde era un toro guapo de cara, serio como todos, pero de expresión menos dura. Se quedó en el caballo en dos varas en las que solo empujó arriba y con el pitón zurdo. Y parecía estar frenado, sin acometida a las primeras de cambio. Ja, le decía Robleño, mientras el toro se hacía el remolón. Ja, desde más cerquita, pero no iba. Así, hasta llegarle al mismo belfo, sabedor el torero de que el toro tenía poder para comérselo de un solo bocado. Robleño llegó allí, que no es llegar a sitio cualquiera. Cuando llegó, recogió el disparo, atemperó el empuje y vació la acometida con difícil sencillez, como usted con la toalla del lavabo, como su suegro con el trapo de la paellera, como silbando. Ahí es nada el logro de Fernando, pues nada le pareció al público de Madrid. Una rácana ovación para el hombre que había extraído la gota de agua que había a mil metros de profundidad, aunque algunos tal vez vean un manantial completo y en la superficie.

Su otro toro, más feote, más abierto de cuerna, menos Cuadri, se movió sin orden y derribó con estrépito. Que dicen que son de quince muletazos, pues a dárselos, pareció decir Robleño al ponerse con este quinto casi sin tantear. Pero el venía, embrocaba obediente y en la cadera ya renegaba de más, reponiendo, ágil, sin empleo alguno, con la cara siempre natural. Puso Fernando tesón, aplomo, sencillez, poca defensa y mucha apuesta para conseguir un silencio de indiferencia porque la espada se fue abajo.

Aguilar sorteó dificultades, las vio, las palpó, las sintió, las comprobó, trató de superarlas en primera instancia y luego se sintió podido, desbordado, incomprendido. Su primero exhibió cierta humillación, empujó con un pitón en el peto, quitó Alberto por Chicuelo, alimentaba esperanzas, volvió al peto para un picotazo y a esperar en banderillas. Resuelto el trance, muleta en mano, Aguilar se puso, le soltó la mano, le soportó su empuje y cuando estaba en ese momento de ser o no ser el toro se afligió, dejó de venir, había que ir, costaba ir y la gente creía que era el torero quien había echado el freno. Hasta que el toro se murió sin que nadie lo matase. El sexto se ceñía por la derecha y la tomaba mejor por la de Alfonso Guerra. El menudo torero de Madrid pasó un trago menudo, porque le quería soltar los vuelos, lo hacía y en el segundo muletazo el toro volvía con todo, arrollando lo que hubiese en el camino, con el celo perdido, imponiendo su poder. Otro torero vendido. Otro hombre que sintió ante 19.000 que el único incapaz de pegarle pases a la mole era él, pues casi todos los demás lo veían posible.

Tres eran tres toreros, tres maestros y ninguno era bueno. Seis eran seis los toros de Cuadri y todos vencieron. Tres hombres vendidos.



FICHA
Madrid, martes 2 de junio de 2015. Toros de Hijos de Celestino Cuadri, de mucho cuajo, parejos y hondos. Parados los tres primeros y más móviles y poderosos los tres últimos. El 4º fue ovacionado en el arrastre.
Luis Miguel Encabo, turquesa y plata: silencio y pitos tras aviso.
Fernando Robleño, tabaco y oro: ovación con saludos tras aviso y silencio.
Alberto Aguilar, azul rey y oro: silencio y silencio.
Entrada: Tres cuartos, en tarde espléndida.

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